Un espresso, por favor
Hace poco conversaba con mi esposo sobre lo increíble que es que una decisión pueda cambiar nuestras vidas. Un día me animé a probar el café y, sin querer queriendo, le agarré el gusto. Gran decisión.
En mi casa tanto mi mamá como mi papá eran muy cafeteros. Café en el desayuno, a media mañana, a media tarde, en el lonche, y así. Pero tenía dos hermanas mayores a las que no les gustaba el café y por mucho tiempo para mí era un “tema de grandes”, hasta que entré a la universidad. Empecé a tomar café para resistir las clases de las siete y media de la mañana y las amanecidas hasta las cuatro de la madrugada. Aprovechaba los diez minutos entre clases para parar por una de las (infames) máquinas de café de la universidad y comprarme un espresso. Porque aceptémoslo, lo único que vale la pena de esas maquinitas son los espressos.
Y así, fue que entré al mundo del café, ese que por tanto tiempo había sido para mí un “tema de grandes”. Comencé a unirme a los cafecitos en casa con mis papás y a los que tomaba mi mamá con mi tía los domingos también. Le agarré el gusto. Empecé a tomarlo para disfrutarlo y ya no solo para resistir la universidad. Después, me acompañó en mis primeras prácticas y luego en el trabajo. Hasta que se volvió un hábito tomar uno o dos espressos al día, así como la maravillosa costumbre de salir a tomar café con amigos, del trabajo o de la vida, para conversar un rato de temas personales, políticos, del trabajo, de amigos en común, etc.
Hoy la cuarentena ha cambiado mis hábitos de consumo de café, pero eso sí, sigo tomando espressos. Para acompañar mis días de trabajo y también mis fines de semana. Pese a que ya no lo pueda tomar con mis padres ni con mis amigos, pienso en ellos cuando me sirvo un espresso y en todo el ritual que implicaba juntarnos a compartir un cafecito para el alma.